SE EQUIVOCÓ LA PALOMA
José Javier León
...y en lugar de los viejos estereotipos malvados tenemos
una serie de nuevos estereotipos igualmente falsos. Robert Hughes
1
Sólo la habanera de Carmen puede disputarle la
primacía en la fama, y ni siquiera con pleno derecho. Convencido, según
su propio testimonio, de que trabajaba con una melodía tradicional o mintiendo,
al decir de otros, como un bellaco, Bizet adaptó para su ópera El
arreglito, una pieza escrita por Sebastián de Yradier. Así nació
aquello de "L’amour est un oiseau rebelle / que nul ne peut apprivoiser",
de un arreglito. Pero existe otra ventaja, la cronológica, y ésa
le favorece aún menos al francés. En 1855, veinte años antes
del estreno de Carmen, se presentaba en Cuba una canción de compás
muy lento sobre la pauta rítmica del tango: era La paloma, la habanera
por excelencia; su autor, de nuevo Yradier. Desde entonces, millones de hispanohablantes
han entonado sus versos más populares: "Si a tu ventana llega una
paloma / trátala con cariño, que es mi persona". Al escuchar
la extraña, hermética letra, uno visualiza casi de inmediato la
escena del pájaro en busca de un alféizar, pero, ¿hasta qué
nivel de detalle?, ¿hasta llegar a apreciar el color de la pluma?, ¿hasta vislumbrar
el de la piel de la persona simbolizada en el ave? ¿Coincide luego el matiz de
la pluma con el de la piel?"¡Ay!, chinita, que sí, / ¡ay!, que dame
tu amor. / ¡Ay!, que vente conmigo, chinita, / a donde vivo yo". La chinita
de la copla podría ser una muchacha asiática, pero resulta que en
Cuba chino es el descendiente de mulata y negro o de negra y mulato. ¿Le molesta
a esa mujer que la llamen china los extranjeros? ¿Cómo lleva la nación
cubana el rapto de su chinita por un alavés mundano y prolífico,
Yradier, ese palomo ladrón?
Suena, procedente de un disco, la voz de Bola de Nieve y en
ella, en su fraseo que tan pronto se hincha como raspa, se adivina la blanquísima,
enorme sonrisa, los sabios dedos prietos percuten las teclas bicolores del piano
y casi se le ve agitarse con fabulosa pluma y exclamar: "¡Ay venga, paloma,
venga / y cuénteme usted su pena!". ¿Piensa el oyente en una escena
de confesión homo o interracial, se detiene en la paloma como símbolo
fálico o se huele una adaptación criolla de lo de Leda y el cisne?
¿Y qué pasa si Bola, en vez de ponerse zoófilo se pone tribal y
festivo e imita el habla de los negros rurales de Cuba con estrofas como: "Aquí
‘tamo tolo negro / que venimos a rogá / que noh consedan pemiso / para
cantá y bailá" o "Que yo le quiere pedí a Babalú
/ una negra bebona como tú"? Un hispano-oyente que escuche la grabación
de esas estrofas interpretadas de forma tan magistral que no parece perfectible
¿se sentirá mal, se sentirá bien, se sentirá regular?, ¿se
considerará aludido, quizá humillado?
Hay un tercer individuo, que ni canta ni oye cantar; este sujeto
lee, se obstina en dos simpatías singulares, Nicolás Guillén
y la columbofilia. Si repara en el poema que dice: "Una paloma cantando pasa:
/ ¡Upa mi negro, que el sol abrasa! / Negrazo, venga con su negraza / ¡Aire con
aire, que el sol abrasa!", ¿de qué color se figura a la paloma de
vuelo popular? ¿Cree que al señor negro le agrada que una pichona cantora
de no sabemos qué etnia lo aúpe o más bien se ofende al oírse
reclamado como ‘negrazo’ o como ‘mi negro’ por un pajarraco que mejor haría
en cerrar el pico? ¿Disminuye la desconfianza del lector si sabe que fue un cubano
negro el autor de los versos y no, pongamos por caso, un ruso blanco? ¿Qué
hay de la reacción del avecica que le cantaba con letra? ¿Qué conclusiones
saca ella del escrúpulo del lector si tal vez sólo pretendía
amenizar a un isleño al pasar, citarlo en compañía de su
pareja, auparlo y recordarle todo el calor que hace en Cuba?
¿Vuelan todas estas aves, claras u oscuras, en algún
sentido? Porque hasta ahora parece el suyo revoloteo errático. Se elevan,
en el español de uso actual, en la dirección que señalan
diccionarios y tratados de zoología, para los cuales los términos
palomo y negro, usados con franqueza y sin la intersección o la sombra
de otros idiomas, designan un animal y un color que todos podemos reconocer sin
dificultad después de los cuatro años de edad. Silvio, con dos,
llama eufórico gallinas a las palomas y no discrimina entre blancas, marrones
o grises, pero eso es porque cuando las persigue junto a las fuentes de Granada
donde ellas se acercan a abrevar las ve ya desplumadas y calentitas en un plato,
como las gallinas en pepitoria que le hace su padre; disfruta tanto comiendo este
niño que cree que los humanos que poblamos su patria almorzamos gallinas
voladoras urbanas y se relame ante la oportunidad del sabor de la carne guisada
con yema de huevo. Es lo que le ocurre a Silvio, que tiene un dominio de la lengua
muy desarrollado para sus años pero que por ahora sólo conoce una,
y con gazapos en avicultura. Llegará el día en que aprenderá,
además, idiomas. Entonces no tendrá ya edad de confundir palomas
con gallinas, pero habrá entrado en contacto con nuevos sistemas semánticos
que proyectarán sobre el suyo un resol de desconcierto, aunque también
de sugestivas iluminaciones.
Cualquier hablante de cualquier lengua tiene que vérselas
persistentemente con el juego disyuntivo de lo correcto y lo incorrecto, lo eufemístico
y lo concreto, pero si, además, su lengua es asaltada por un lenguaje político
no nacido de sus coordenadas lingüísticas sino perteneciente a otra
tradición y a otros usos cosméticos, los tropezones serán
irremediables.
2
Esto era una vez un aula con un español y seis estadounidenses.
Y va el español, que además es el que más español
sabe, y lee: "Se equivocó la paloma, se equivocaba". Lo lee y
casi lo canta, con intención de ilustrar luego al sector americano en la
belleza aspectual del imperfecto de Indicativo, este ‘se equivocaba’ que abre
el verso a la sugerencia de lo dilatorio. Entonces alguien pregunta qué
es paloma y él lo explica. Ajá, dice uno, es dove.
Ajá, dice otro, es pigeon. Bueno, son los dos, dice el que tiene
la llavecita del cielo del idioma, porque palomo, así como su femenino
paloma, en español, equivale a esos dos vocablos ingleses.
La sospecha profunda toca todos los rostros. Este hombre no
sabe inglés, con tanto inglés como él sabía, o no
sabe todo el español que debería saber, porque ahora mismo no parece
estar de broma. Y el español, que conoce el paño de otra vez y se
ha estudiado la lección, se explica: No hay ninguna diferencia taxonómica
entre doves y pigeons, ninguna. Ambos pertenecen al mismo género,
Columba, y a la misma familia, la de los colúmbidos. Se podría
decir que son el mismo pájaro porque las divergencias son mínimas,
el tamaño y la forma de la cola principalmente.
Ahora el recelo es mayor, si cabe; más que mirar, espían,
pero es Colman, un joven de Modesto, California, de clase social aún más
elevada que su mucha estatura física, de raza negra, vestido siempre de
marca hasta el más imperceptible complemento, el que más a pecho
se lo toma, y con porte buchón, proclama: ¿El tamaño? ¡Pero si son
dos animales completamente diferentes! Cómo puedes comparar a un pigeon,
ese animal sucio y feo, portador de enfermedades, la rata del aire, con la maravilla
que es un dove, que es la elegancia, tan impecable, tan distinguido. Si
ahora mismo entrara por esa ventana un dove, ¿sabes que haría?,
lo besaría; pero si fuera un pigeon me apartaría antes de
que me tocara ¿tienes idea de la cantidad de bacterias que llevan en las patas
y las plumas esos bichos? Incontables. Igual que las ratas.
Como en un partido de bádminton la clase empieza a mirar
por veces a dos flancos opuestos de la cancha de estudio. España recoge
la pelota emplumada: Aunque no lo creáis, son el mismo animal. Dove
es un término que se emplea para especies más pequeñas, de
colas puntiagudas, mientras que los pigeons, de mayor tamaño, presentan
colas cuadradas o redondas. No es más que eso. Lo que pasa, es que en el
uso no científico, sino de a pie, de vuestra lengua, y de ahí la
confusión, dove es simplemente el palomo blanco y pigeon
el palomo oscuro, gris o azulado. Más simple, esas aves semidomésticas
que veis en las plazas de las ciudades son ejemplares originados a partir de la
paloma bravía, tengan el color que tengan. Cualquiera que haya criado palomas
o las haya observado de cerca sabe que dos ejemplares blancos pueden engendrar
uno marrón o gris, ese que tanto desprecia Colman por inelegante, y que
no es un patito feo ni un ave hija natural, sino ave, e hija, legítimas.
Simplemente salió a la abuela, a una abuela más tostada. Cosa igualmente
posible entre humanos, como sabemos por Mendel. Razas, solemos llamarlo, sin demasiada
propiedad.
América recibe la bola penígera con sospecha.
Ninguno relaja la expresión. Por qué su lengua iba a ser imprecisa.
Maggie, con gesto arrugado y febril, toma la palabra: ¡Qué dices, confundir
esa cosa sucia con un animal perfecto! O tú no lo sabes o el español
está mal. ¿Has visto cómo se mueven cuando caminan una y otra? ¿Lo
has visto?
Ah, la imitación de los andares de la paloma oscura
a cargo de Maggie, la mueca de asco en la boca, la oscilación desaliñada
del cuello, hasta un conato de zureo que se acerca a un eructo. Ah, Colman levantándose
de su silla, ochenta centímetros de espalda por doscientos de estatura,
moviendo la cabeza como una princesa nórdica el día de su ascensión
al trono o como una virgen en procesión, camino del altar, Colman en su
incorporación de la blanca paloma.
Son proyecciones nuestras, Maggie, Colman. La paloma que vuelve
al arca con la ramita de olivo, indicándole a Noé que las aguas
del Diluvio se han oreado y que puede volver a pisar tierra firme, la queremos
blanca, aunque la voz hebrea que la designa, yônah, no implique color
alguno. Era el ave de Afrodita, que en Micenas aparece rodeada de palomas. Decoloradas
todas, la del diluvio y las del tiro del carro de la diosa nacida de las olas,
Occidente las elevaría a símbolo de la paz y el amor, de la pureza
y la candidez. ¿De qué color es si no la paloma blanca de San Picasso?
Los cristianos de todo el mundo representan nada menos que a Dios en su tercera
persona por medio de ese pájaro argentino, pero tampoco el Evangelio la
pinta cana, peristera es, en griego, otra vez, paloma, sólo paloma.
En la Edad Media, un vaso de metal precioso con la forma de esa ave, la paloma
eucarística, guardaba la comunión para los enfermos. Y hoy hay un
jabón en el mercado que se está vendiendo muy bien en muchos países,
viene del vuestro y se llama... Exacto, Dove, y su propaganda no puede
ser más inmaculada. Difícil que ese jabón se llamara Pigeon,
¿no creéis? Como todo lo blanco extremado, las palomas blancas, en el inconsciente
colectivo, ni dañan ni excretan, de eso ya se encargan las ratas del aire,
los pigeons eran, ¿verdad?, y en eso siguen ejemplos insignes, la Venus
Calipigia o el Discóbolo, a pesar de sus comprometidas posturas, el papa
de Roma o las enfermeras. Antes que ensuciar, estas blancuras sobradas limpian.
La inmundicia de otros, los pecados de otros, la mirada de otros.
Sólo mirarlas limpia ya. Una bata blanca, una sotana
blanca, una escultura blanca, una paloma blanca, limpian, esto es, purifican,
serenan, beatifican.
Pero Colman continúa discutiendo, añade, se crece,
perfecciona su representación ayudado muy de cerca por Maggie, que actúa
como asistente. Las caras de algunos de los compañeros son ahora de sofoco
y de rabia: Cabrón este profesor que no para la befa de una vez por todas.
Y Colman que se calla de repente y se suma al silencio que ya imperaba, mira su
reloj de diseño y dice recogiendo el cuaderno, el diccionario electrónico,
el libro y la pluma que no es de paloma, sino Kaweco: Es la hora.
3
"She stopped at a window in the passage and held back
the curtain. Beneath was the garden, bathed in sun. The grass was sleek and shinning.
Three white pigeons were flirting and tiptoeing as ornate as ladies in ball dresses.
Their elegant bodies swayed as they minced with tiny steps on their little pink
feet upon the grass. Suddenly, up they rose in a flutter, circled, and flew away".
Virginia Woolf. Between the Acts.
4
Insatisfecho como cada jueves tras la hora de traducción,
ahogado por la impresión de haber prestado un servicio inútil, Monsieur
García miró el reloj gris y blanco que había sobre la puerta
y vio que marcaba las cuatro menos veinte. Veinte minutos aún, cómo
rellenarlos si el texto estaba ya vertido y revertido, si no se podía estirar
más. Probó a hacer la pregunta que nunca funcionaba, esa que dice:
¿Alguna pregunta? Y por descontado que fracasó. Insistió, bromeó
con otro recurso gastado, la posibilidad de poner un examen en la próxima
clase ya que todo estaba tan claro y entonces el brazo salvador de Olivier surgió
de entre las cabezas y su voz destemplada solicitó una traducción
fiable, eso dijo el muy insolente, una traducción fiable del
título del libro de donde provenía el fragmento. Olivier, el alumno
más bilingüe de Monsieur García, su cruz, pero también
su salvación en momentos peliagudos, momentos como aquél, en el
que además probaba, sin saberlo aún el profesor, la suerte de ser
ambas cosas a la vez.
Qué olvido tan tonto, el título, aunque, bien
pensado, podría ser la solución, el motivo ideal con el que aderezar
de perlería cultivada veinte minutos imposibles. No, García no iba
a darle a Olivier una respuesta, ni fiable ni vaga, no así como así.
Lo vio en segundos, proporcionarles alguna información sobre el argumento
y el contexto, devolverle la pregunta a la asamblea, recoger errores y comentarlos
enseguida, aproximarse entonces a las claves secretas del léxico como preámbulo
del pequeño juego de las confusiones, reflexionar sobre el español
censurable y colocar la guinda posmoderna en forma de análisis cultural,
total, qué menos que veinte minutos. Y con un título como aquél,
El palomo cojo, Monsieur García estaba seguro de llevarse por una
vez un buen sabor de boca en jueves.
Advirtió, antes que nada, de la dificultad a la que
se enfrentaban, siempre una buena manera de asegurarse el control de lo que se
avecina, y empezó por preguntar si alguien sabía de qué iba
la historia escrita por Eduardo Mendicutti. Claro que no lo sabían. Ésta
fue la primera oportunidad de lucimiento del tutor, Supergarcía al ataque
sintético-narrativo: La historia transcurre en un pueblo grande de la Baja
Andalucía, muy parecido a la Sanlúcar de Barrameda de finales de
los cincuenta; allí, a la casona de sus abuelos, llega un niño de
diez años para recuperarse de una enfermedad larga y, lo que se le presentaba
como un verano lleno de tedio y pequeñas obligaciones, se convierte en
un retablillo cómico moral por el que desfilan adultos inquietantes o entretenidos,
incluso algo tarados: las criadas, los tíos, el bisabuelo criador de palomas.
Confrontado con esta realidad desconcertante y atrayente a la vez el niño
comienza a percibir, siquiera de forma nebulosa, su diferencia, la naturaleza
sexual que ya asoma en él. También aparece en la historia un palomo,
un palomo que cojea por los tejados, motivo que enlaza con la extraña expresión
española de la que el autor se ha servido para dar título a su novela,
ser más maricón que un palomo cojo.
Hizo todavía una breve mención a la falta de
escrúpulos que presentaba la frase hecha en cuanto a cuestiones de género
y de discapacidad física antes de entrar, no sin un corrimiento difícil
de ocultar, en lo que él denominó su grosería bastante. Ser
más maricón que un palomo cojo, cuál podía ser la
explicación, o el origen, de la asociación entre un palomo cojo
y un varón homosexual. Silencio en la sala, caras de expectación,
tiempo para que alguien interviniera si quería, pero, claro, treinta jóvenes
franceses estudiantes de español en Francia poco podían saber de
las minusvalías de las columbáceas ibéricas o de sus intereses
sexuales o afectivos. Tampoco Monsieur García tenía, en realidad,
una idea clara, pero estaba envalentonado, notaba el giro de su ánimo,
a remolque de la nueva respiración en el auditorio, de la elevación,
minúscula, pero perceptible para cualquier actor, de los hombros de su
público, del arqueo reciente de las cejas.
Se dice de un ave macho que cubre a la hembra que la pisa,
ya que realmente así hace para acometer tal negocio. Imaginad la dificultad
que tendría un palomo que esté cojo, pisar a la paloma puede serle
casi imposible. De ahí a considerarlo desafecto al sexo contrario hay un
paso. Otra explicación estaría relacionada con el balanceo de las
palomas al andar, con el peculiar movimiento del cuello. Dislocadle ahora una
pata a esa imagen y figuraos la penosa marcha, el contoneo exagerado de una voladora
ya de por sí estudiada. Olivier levantó la mano. Dijo que en la
mañana del 28 de agosto de 2001 había visto a un grupo de palomas
que picoteaba invisibles desperdicios humanos en el andén de la estación
de trenes de Tubinga y entre ellas a una coja, y que no daba ninguna sensación
de afectación o de inversión, sino de mucho aprieto, de patetismo,
porque no había piedad alguna por parte de unas congéneres que,
antes bien, la atacaban con frecuencia. Una especie, mira por dónde, de
chasse au pigeon boîteux, ataque gratuito al palomo cojo.
Sin poder añadir nada, atascado por la intervención
de Olivier, el instructor prefirió cambiar de tema y pedir cuanto antes
posibles versiones. Después del breve espejismo de su interés, volvía
la desgana de los alumnos, absoluta ahora, monumental, planetaria. Por fin, Léa
rompió el silencio para proponer Le pigeon boîteux. El maestro
traductor comentó la solución aliviado, no era desechable, pero
su literalidad presentaba un defecto, la falta de intención acusadora de
lo homosexual en francés. La siguiente propuesta, La colombe boîteuse,
tardó en llegar una eternidad, un minuto. Fuera del aula, un minuto de
silencio suele ser un tributo de consideración a una víctima mortal;
dentro, esa misma medida de tiempo es, sencillamente, mortal, además de
un tributo al desmayo, y la pobre víctima ese individuo que insiste a pesar
de que nadie lo considera. Al maestro traductor le gustó menos la opción
colombe, porque el femenino alejaba aún más la imagen del
niño como varón. Setenta y tres segundos más tarde Virginie
dejó caer, mientras atendía a un mensaje en la pantalla de su teléfono
móvil, su contribución, Le canard boîteux, y él
casi se entusiasmó, no se le había ocurrido. Otra expresión
con ave que mantenía el adjetivo cojo y además lograba que
emergieran enseguida dos implicaciones muy convenientes, una de diferencia con
respecto al común y la otra de discriminación; de hecho, en español,
su equivalente el garbanzo negro quedaba mucho más lejos del título.
¡Muy bien Virginie, sigamos, otras propuestas!
Olivier no había abierto el pico y a García le
extrañaba mucho, le parecía raro que aquel chaval tan vivo no tuviera
nada que proponer o que oponer. Pero también le dejaba un margen, porque
guardaba un as dentro de la manga para rematar la clase y salvarse aún;
veía ya en el impacto de su colofón la revancha que necesitaba contra
aquel regusto de impotencia de todos los jueves a las cuatro.
Parece que no hay más sugerencias. ¿Las hay? Bien, yo
propondría La phoque. En francés es el nombre de un animal
que, por una feliz coincidencia, aparece en una expresión francesa prácticamente
paralela a la española ser más maricón que un palomo cojo,
se trata de être péde comme un phoque, cuya traducción
nos sonaría a nosotros tan desconcertante co- mo a vosotros lo del
palomo. Se dice estar como una foca, de gordo, pero no ser maricón
como una foca. La verdad es que los dos son dichos de naturaleza oscura. Si
optamos por La phoque como título mantenemos la connotación
que hay en el original, aunque no la literalidad, además… Pero Olivier
no lo dejó acabar: Phoque, Monsieur García, como palabra
que no se refiere a nosotros, los gay, sino que nos insulta, tiene poco que ver
con el animal o con sus meneos, mucho menos con los nuestros. Phoque es
en esta lengua el nombre de un animal, sí, pero su aparición en
esa frase es resultado de un calambur sobre el sustantivo foc, efe, o,
ce, que designa una vela, foque en español, según creo. Se pronuncian
igual aunque se escriban de forma diferente, cosas del francés. El foque
es una de las velas que en los barcos reciben el viento que viene de detrás,
no sé si me explico, señor García, por detrás. Burla
e inquina, lo de siempre. Aparte, usted lo sabrá mejor que yo, a lo peor
no hay focas en Sanlúcar de Barrameda, ni patos en El palomo cojo.
Lo que sí hay son palomos, parece ser. Por último, la novela está
traducida al francés, y publicada por Christian Bourgois como Le pigeon
boîteux.
Sonaron tres alarmas de reloj consecutivas, luego un teléfono
móvil, luego varios alumnos empezaron a dar carpetazos axiomáticos.
Monsieur García miró el reloj gris y blanco que había sobre
la puerta, vio que iba a dar las cuatro y tragando saliva y haciendo lo imposible
para disimular el vértigo, el dolor de tripa, el bochorno y la urgencia
de hablar si no con su madre con su primer novio, cura párroco en Lérida,
recogió y dijo: Gracias por tus interesantes aportaciones a la lección
de hoy, Olivier. Es la hora. Para el próximo jueves la traducción
es de un cuento breve de Augusto Monterroso, Ganar la calle. No os confiéis,
es más difícil de lo que parece.
5
Respondía al nombre artístico de El Cojo Pavón
y era, en efecto, cojo. En el ambiente gitano-andaluz no es extraño encontrar
artistas con epítetos de esa horma, apodos que consignan un defecto físico
o un rasgo de carácter no demasiado encomiable, referencias a particularidades
fisiológicas o al color de la piel, y aunque en ocasiones la decisión
la toma el perjudicado, en otras se debe a herencia o fuerza externa, pero una
fuerza, como en el bautismo, a la postre consentida. La lista es larga. Entre
los compañeros de caída de Pavón están El Cojo de
Málaga, Pataperro o el maestro de baile Enrique el Cojo. Dentro de la tropa
miscelánea, Patricio el Feo, Antonio el Enano, La Hebrea, el delgadísimo
Juan Jambre, Antonia la Negra, El Indio Gitano, El Borrico de Jerez, de voz tan
bruta como su aspecto, El Tuerto, El Ciego, El Gordo, El Baboso, La Bizca, que
sin embargo miraba derecho, Emilio el Moro, español de Melilla siempre
tocado con fez, El Chino, Chato de la Isla, Diego Lagañas, enfermo de los
ojos, Félix el Loco... O bien el quiebro irónico: La Contrahecha,
una venus hispalense con bata de cola.
Juan Pavón Suárez, El Cojo Pavón, hijo
de la cantaora y bailaora La Curra, no grabó hasta los setenta y cinco
años, edad a la que José Blas Vega lo convocó para participar
en la Magna Antología del Cante Flamenco de Hispavox. Allí
dejó registrados, además de un romance y una siguiriya de buena
factura, una rumba soberbia, el más acabado, el mejor de los tres palos.
Da la entrada la guitarra de Félix de Utrera, unos farfulleos ocupan los
dos primeros tercios y en- seguida acuden las cuatro coplas, la primera octosilábi-
ca, el resto parcialmente en- tregado a la anarquía métri-
ca. Así dice la letra: "Tará-tará tratrán tran
trau, / tatrán tan trau. / La mujer que quiere a un chino / porque no tiene
amor propio, / porque el chino toma opio / y alborota a los vecinos. / Y a estas
mujeres / no hay quién las entienda / y hay que tenerles / cortitas las
riendas. / Al funfún bayoné, / ay, que dale fuego / y al sun bumbún.
/ Ay, a suspendé / María de la O, / ay, a suspendé,
/ que vengo de California / y hablando inglés / y medio me entienden".
Rumba para valientes, la de Cojito Pavón, porque hace
falta valor para rendir a un senado no nativo semejante embajada cultural, incluso
para presentársela a asambleas autóctonas pero desentrenadas. El
esfuerzo didáctico puede costarle a uno la salud intelectual y el apologético,
en según qué repúblicas, hasta el puesto. Sin embargo, no
es el palo del Cojo una excepción dentro del flamenco viejo, la mayoría
de coplas de tenor burlesco están plagadas de hallazgos tan estrafalarios
y de irreverencias tan jocosas como las del chi- no drogadicto, su resbalosa
mujer, el inglés con acento de California y el sun bumbún. ¿Qué
hacer, entonces? ¿Purgarlas? ¿Las adaptamos al delicado tracto intestinal de las
nuevas clientelas multiculturalistas? ¿Dejando aún algunos grumos o haciéndolas
papilla para potitos?
El gusto por el flamenco es un gusto adquirido. La estima de
las letras y de sus contenidos ideológicos y morales también lo
es. No digamos su humorismo. A las coplas flamencas más depuradas les sucede
lo que dice Harold Bloom que les sucede a los pentámetros yámbicos
del más grande de los dramaturgos, que su misterioso poder estético
es un escándalo para cualquier ideología. Si la nueva censura global
entra a podarlas con sus tijeras melladas y su pegamento terapéutico, reducirá
a astillas, de un tajo, más de un tercio del capital de origen popular,
que es, invariablemente, el más logrado, el de mayor calidad y seducción.
Ocurre otro tanto con los sones cubanos. Y con Cervantes, Molière, Dante.
El ave traspasada del cante planea por una montaña espesa,
se detiene en una rama y canta. "Que en la verde oliva canta / que canta
en la verde oliva, / qué pájaro será aquél / que canta
en la verde oliva, / corre y dile que se calle, / que su cante me lastima".
Es la misma ave que, en su refugio francés del año 39, vio Rafael
Alberti dormida en la orilla, equivocada; la misma cuyo gemido volvería
a oír años más tarde en Argentina, esa vez sin poder descubrirla,
desesperada. Paloma triste del cante, aunque zumbe, aunque se carcajee. Corregir
la trayectoria de su vuelo es un crimen superior al de dispararle. "No la
mates, cazaor, / que esa paloma va hería, / déjala
con su dolor". Sobre todo no la mates si va, con su dolor, muerta de risa.
6
En la feria llamada "Tío Pelle", al norte
de la ciudad de Berlín, trabajaban Rasha y Agosta. Los dos se ganaban la
vida exhibiéndose en barracas. Rasha era negra y había nacido en
Madagascar, salía a escena con una enorme serpiente y en el punto culminante
de su actuación daba varias vueltas en círculo y hacía girar
velozmente el reptil alrededor de su cuerpo. Él era blanco y se anunciaba
a sí mismo como "El Hombre Alado". Se presentaba al público
desnudo de cintura para arriba y mostraba su torso deforme, con las últimas
costillas picudas y los omóplatos salientes como alas, a los atónitos
portadores del billete. Inalterable, se dejaba escrutar y luego volvía
a cubrirse, hasta la próxima sesión. Aparte de su trabajo en la
barraca de feria, Agosta acudía al hospital de la Charité para servir
de modelo vivo a los estudiantes de Medicina. Allí oía siempre las
mismas descripciones de su mal, la escápula elevada o deformidad congénita
de Sprengel, las alteraciones musculares que conllevaba, la mengua de la motilidad
que suponía, las posibles malformaciones asociadas, los tratamientos. En
1929 el pintor Christian Schad los retrató juntos y tituló
aquel cuadro Agosta, der Flügelmensch und Rasha, die schwarze Taube,
lo que podría traducirse al español como Agosta, el hombre alado,
y Rasha, la paloma negra, un lienzo de 120 x 80 centímetros pintado
al óleo perteneciente a una colección privada que se exhibe actualmente
en la Tate Modern Gallery de Londres.
En un sillón alto de madera con respaldo de damasco
ocre se sienta Agosta, su figura ocupa dos tercios del espacio pictórico
y su torso desnudo, unos cuarenta grados virado a la derecha, el centro. Ha dejado
caer la ropa que le cubría sobre el asiento y el brazo izquierdo del sillón,
apoya una mano sobre el otro brazo y mantiene la cabeza de frente aunque no nos
mira; dirige los ojos hacia un lugar perdido que nos excluye. Su expresión
severa pero afectada contiene dignidad, reprobación y asco, una adición
que da como resultado indiferencia. Debajo de sus últimas costillas como
otro par de alas invertidas y convulsas, aparece Rasha. Rasha sí nos mira,
como miraría a su público. Bajo el vestido de tirantes de un africanismo
que se acentúa con la hilera de conchas de cauri que orlan el escote se
adivina un corsé negro. Dos perlas enganchadas a las orejas por medio de
finas cadenitas parecen flotar en el aire, enmarcan por abajo el óvulo
facial y son el contrapeso nacarado de las pupilas brunas, tan desapasionadas.
Rasha debe de estar sentada en el suelo. Es una mujer joven y hermosa todavía.
Cuando, en el año 2000, la nueva Tate cuelga este Schad
de las paredes de la sala Naked and Nude el título del lienzo aparece
escrito en inglés; alguien, puede que el mismo propietario o un funcionario
de la plantilla del museo, se ha encargado de traducirlo y lo ha hecho en estos
términos: Agosta, The Pigeon-Chested Man, and Rasha, the Black Dove,
algo así como Agosta, el hombre del tórax en quilla, y Rasha,
la paloma negra. Como suele ocurrir en otras colecciones con las obras de
procedencia extranjera, la Tate Gallery no ofrece las dos leyendas enfrentadas,
de manera que un visitante bilingüe pudiera apreciar los cambios y sus implicaciones.
En todo caso, cualquiera que lea inglés le supondrá a la traducción
literalidad, cuando no es así.
El nombre alemán Taube, como el español
palomo-a, no indica color. Sin embargo, el traductor ha elegido para verterlo
otro que sí lo sugiere, al menos en la lengua hablada, ha optado por dove
en vez de por pigeon. Luego, ha obviado un término no lexicalizado
en alemán, Flügelmensch, que no se refiere a la enfermedad
que padecía Agosta (el nombre que recibe la escápula elevada en
alemán es Flügelstellung, winged scapula en inglés)
sino que era su sobrenombre artístico y ha sustituido la idea original
de hombre alado por por la de ‘hombre de tórax en quilla’, pero también
‘hombre de pecho de paloma’ u ‘hombre de pecho estrecho y saliente’, incluso por
la de ‘hombre escuchimizado y poco masculino’, que todas esas lecturas tiene en
español la expresión pigeon-chested.
La primera cosa que salta a la vista en esta decisión
es el interés del traductor por traicionar, quién sabe si como secreto
homenaje al adagio italiano, sencillamente porque Agosta no era pigeon chested,
es decir, no padecía la enfermedad llamada en inglés pigeon breast
o pigeon chest1. Ésa se llama Hühnerbrust en alemán
y en español tórax en quilla, y aunque también consiste en
una malformación de la caja torácica, lo característico de
ésta no son las ‘alas’, sino la protusión del esternón, que
hace que el pecho aparezca muy saliente, imagen que recuerda tanto a la quilla
de un barco como al pecho de los palomos. Parece más que probable que el
traductor-intérprete haya rehuido de manera deliberada la opción
textual que representaría una leyenda como Agosta, The Winged-Man, and
Rasha, the Black Pigeon.
El cuadro de Schad y su título ponían delante
de nuestros ojos, sin más comentario que su propia fuerza expresiva, la
imagen melancólica de dos seres humanos socialmente extrañados a
causa de su diferencia manifiesta, un hombre lisiado por la enfermedad y una mujer
negra. Él, entronizado como un hierático, melancólico monarca
oriental, ella, ave oscura en reposo, ausente; dos intrusos en el país
que por entonces se autoproclamaba de la raza suprema, dos desplazados en la tierra
en que, pocos años más tarde, iba a dar comienzo el exterminio planificado
de los diferentes (en sangre, en conducta sexual, en constitución física
o psíquica) más sofisticado y cruel de la Historia. La sobriedad
y la limpieza del planteamiento visual de Schad hacia estos dos personajes son
completas, no hay concesión a lo sentimental en su mirada. Somos nosotros
quienes contemplamos con desazón los retratos y eso nos sucede porque la
objetividad que rezuman se impone a toda ocultación; el título no
es más que una extensión de esa voluntad.
Pero he aquí que llega nuestro hombre en la Tate, o
nuestra mujer. Enfrenta conscientemente dos sustantivos ingleses, dove y
pigeon, cada uno con su cargadísimo serón ideológico
a cuestas, y al asignarle cada uno al personaje más inesperado se origina
una poderosa antítesis. Sin embargo, Tradi (de repente nuestro protagonista
se amotina contra su estudiado anonimato, solicita identidad, y se la damos) no
se detiene ahí, asocia al varón –a un varón tan pálido–
la idea de oscuro y determina a la mujer como paloma blanca –dove– manteniendo
el calificativo negra, operación que la convierte en paloma-blanca
negra, con lo cual provoca el definitivo electrochoque. Para llegar a sacudirnos,
para poner en evidencia el caudal de ideas preconcebidas que los humanos proyectamos
sin coto, Tradi nos ha mentido. Ha sacrificado una voz de significado equivalente
por otra que se adecuaba a su propósito. Sin embargo, no ha montado semejante
tinglado esotérico para encubrir una realidad desagradable o difícil,
es decir, para aquietarnos, antes bien perseguía lo contrario, provocar
nuestra inquietud. En otras palabras, ha escogido el camino inverso al que recorre
siempre el eufemismo.
La expresión feliz, el eufemismo, es la máscara,
el disimulo de una realidad dura o malsonante, por eso desempeña un papel
estelar en el debate primero norteamericano y luego británico (y poco a
poco europeo) de la corrección política. Es más, la corrección
política consiste en la deificación del eufemismo como supuesta
vía de reparación de la dignidad humana, cuando en realidad representa
el camino más seguro de huida de lo concreto, un camino que sólo
conduce, como escribió George Orwell en 1946, a la destrucción del
lenguaje, sin variar un átomo la realidad2. Tradi ha seguido un procedimiento
tan tramposo como el que usan los llamados políticamente correctos,
gente con la que además comparte el interés sobre las razas, los
sexos y las minusvalías, pero el sentido de su método y no digamos
su intención son exactamente opuestos. Su mentira retorcida pero no torcida
se sabe mentira y persigue justo lo contrario que los censores del multiculturalismo
con sus chapuceros circunloquios: desnudar el tópico, destapar sus celadas
por medio de los recursos propios de la lengua y así replantear la relación
entre palabra y realidad.
El juego ornitológico de Schad se limitaba a llamar
paloma a una mujer malgache, lo cual no tiene nada de raro, tras consignar el
apodo de Agosta, en el que aparece el adjetivo alado. No hay intención
cosmética en ese discreto juego verbal. Tradi, buen conocedor del inglés
y de sus desviaciones, tuvo ante sus ojos el cuadro, luego el título, vislumbró
la paradiástole tentadora y la alumbró, él también
quería dejar su granito de arena bajo la forma de licencia poética
en la senda de las confusiones reveladoras. Con éxito, un éxito
redondo: hoy mismo, el llamativo título en inglés de esa obra ha
sido leído por cientos de personas en la sala Naked and Nude de
la Tate Modern, figura en libros y catálogos, aparecerá pronto en
postales y es el que se muestra en el excelente sitio de Internet del museo.
En el tiempo en que la ficción servía para desvelar
las claves emboscadas de la realidad y para añadir a la realidad realidad
nueva, Jorge Luis Borges inventó, y nos las hizo creer, las más
sorprendentes etimologías, mucho más hermosas que las que suponemos
acertadas, desvelándonos así lo que verdaderamente es ese tratado
de las raíces, un género literario disfrazado de doctrina y método.
En los últimos sesenta, Joaquín Díaz, famoso intérprete
por entonces de canción tradicional y sefardí, escribió cada
una de las notas de una de sus más famosas canciones, un romance berciano
que se cuenta entre sus mejores temas tradicionales y que merece tal consideración,
porque apunta y da en la diana de la auténtica música popular. Tradi,
agitador anónimo del idioma inglés, artista del juego de palabras
no menos embustero que ilustrador, pertenece también a esa escuela de burladores
con causa final. Medio escondido en una oficina de la Tate Gallery o dándose
la gran vida entre subasta y subasta, juega hoy con usted, un, dos, tres, al escondite
inglés.
7
"El cuervo es la primera ave que aparece en la Biblia:
soltada por Noé para ver si las aguas del Diluvio se habían retirado,
se entretiene hartándose de cadáveres y no regresa al Arca. El cristianismo
vio en este cuervo –el pájaro negro por excelencia– la imagen de los paganos
que se apartan de Dios o la de los pecadores entregados a los placeres terrenales.
Sitúa como opuesto suyo a la paloma –el pájaro blanco por excelencia–
símbolo de la paz y de la pureza. Existe no obstante en las tradiciones
hagiográficas un cuervo bueno: se dedica a alimentar o proteger a los santos
en el desierto. Es un mensajero de Dios y un compañero fiel". Gaston
Duchet-Suchaux y Michel Pastoreau. La Biblia y los santos.
8
Vuga Road, Stone Town, Zanzíbar. Dentro del local, sobre
el escenario, el vaivén cachazudo de voces blancas y cuerpos negros, acordeones,
un kanun, violines, chelo, panderetas, contrabajos, laúd árabe,
flauta de bambú y percusión de la tierra: bongós, rika
y dumbak. Una mezcla imposible de instrumentos occidentales, orientales
y africanos que fascina al momento. Como cada tarde, de martes a sábado,
el coro de una docena de mujeres acompañado por la orquesta de alrededor
de veinte hombres ensaya en su sede social. Fuera, un enredo de gente que se sienta
a la puerta de las casas, habla en corros o compra chucherías y baratijas.
Los más jóvenes pasean y se tocan con una naturalidad rara en la
tierra firme, algunos se tiran todavía al mar desde las rocas, en un juego
que empieza por las tardes. Es Ramadán, recién roto el ayuno queda
mucha noche por delante, la noche húmeda y caliente de finales de enero.
Cuando entras en el gran salón donde mujeres y hombres
se sientan aparte, la solista persigue en su canción un amor sincero y
le pide a su amante que le abra su corazón y que la conforte, para que
pueda dormir bien. Alterna con el coro, que parece darle la razón, y la
mujer reitera su petición con íntima complacencia, pero el exterior,
su pose, expresa lejanía. Te lo va traduciendo Dallah, que te espera allí;
ya te conoce, de otras noches, y se alegra mucho siempre que te ve aparecer.
Se llaman Culture Musical Club y son uno de los grupos
que en la isla interpretan taarab, la canción urbana de Zanzíbar.
En el origen mitad legendario mitad histórico de este género musical
están el siglo XIX, un sultán de nombre Bargash y un zanzibari anónimo,
enviado por el príncipe a El Cairo para aprender a tocar el kanun,
el sitar trapezoidal de los árabes. Años más tarde, otro
sultán mandaría importar de Egipto los instrumentos con los que
se organizó la primera agrupación de taarab, del árabe,
tariba, conmoverse al interpretar o escuchar la música. Aires que
hablan de amor y que gustan del juego de palabras alusivo, del doble sentido.
Por ellos asoman armonías indias y árabes, pero sus letras y su
estado de ánimo son africanos, de una africanidad poco perceptible si uno
ignora la lengua en que se cantan, el ki-suajili.
Suena otra música y, de repente, te suena, te suena
mucho, pero aún no sabes, puede ser que la conozcas de otro ensayo, entonces
empiezan a venirte palabras sueltas en español, hasta que se te forma una
frase en los labios, un verso, y caes en la cuenta, incrédulo todavía,
y tarareas: "Cuando salí de La Habana, ¡válgame Dios!, / nadie
me vio salir si no fui yo". Dallah te mira, intrigado. ¡Es La paloma,
Dallah, una habanera, una canción cubana que yo me sé! pero, ¿cómo
es posible? Dallah se ríe: ¿La paloma? ¿Qué paloma? No, hombre,
es lo que canta siempre el coro para despedirse, en los conciertos y en las bodas,
una canció tradicional zanzibari, Mabibi na Mabwana. Y comienza
su traducción simultánea: "Señoras y señores,
adiós a todos / los que asistieron a esta función. / Les pedimos
disculpas si les hemos ofendido. / Que nadie se moleste ni se entristezca. / Les
deseamos una noche agradable / y rogamos a Dios que les bendiga".
1.- Literalmente: pecho de palomo.
2.- HUGHES, Robert, La Cultura de la queja.
Trifulcas norteamericanas. Anagrama, Barcelona, 1994. Para la cita de George Orwell:
"Politics and the English language", Horizon, April 1946.
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